martes, 19 de enero de 2016

Entrevista a Javier Cercas

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Entrevista con Javier Cercas

Toda gran literatura es literatura comprometida

Javier Cercas (Ibahernando, 1962) es uno de los escritores más destacados de su generación. Su nuevo libro, El impostor (Literatura Random House), es un retrato formidable, complejo, rico y riguroso de Enric Marco, el presidente de la Amical de Mauthausen que protagonizó un escándalo cuando se descubrió que nunca había estado interno en un campo de concentración. Como otros libros de Cercas, El impostor es una reflexión sobre las relaciones entre la historia y la poesía, sobre la realidad y las ficciones, el heroísmo y la rebeldía, el pasado y su proyección en el presente, sobre la propia escritura y el sentido moral de la literatura.
¿Qué es el punto ciego?
Todas las novelas que a mí me gustan, todas mis novelas y unas determinadas novelas y relatos importantes en el canon occidental tienen en su centro un punto ciego: un punto a través del cual no se ve nada, pero es precisamente a través de ese no ver como ve la novela, es ese silencio el que vuelve la novela elocuente, es esa oscuridad la que ilumina. Se puede formular de otra manera: todas las novelas tienen en su corazón una pregunta; la novela es una búsqueda de una respuesta a esa pregunta; y al final, ¿cuál es la respuesta? La respuesta es que no hay respuesta, la respuesta es la propia búsqueda de una respuesta, la respuesta es el propio libro. No es una respuesta nítida, clara, taxativa, como la del periodismo, de la historia a menudo o de la judicatura, sino que es una respuesta ambigua, contradictoria, equívoca, poliédrica, esencialmente irónica. Esto ocurre en las novelas más grandes y en las más humildes, como las mías. ¿Cuál es la pregunta del Quijote? Es obvia: ¿don Quijote está loco o no está loco? Y la respuesta es también obvia: don Quijote está como una cabra, es un loco de atar, y al mismo tiempo es el hombre más cuerdo del mundo. Eso es un punto ciego. No tiene solución. ¿Cuál es la pregunta de Moby Dick? ¿Por qué Ahab está obsesionado con la ballena blanca? ¿Qué es esa ballena para él? ¿Es el bien, es el mal, es Dios, el diablo? Y toda la novela es eso y al final la ballena blanca es el bien, es el mal, es Dios y es el diablo. El ejemplo perfecto es Kafka, que quizá es el centro de este canon. ¿De qué acusan a Joseph K. en El proceso? Toda la novela es una búsqueda, como un thriller, donde K. intenta averiguar de qué lo acusan, qué ha hecho. Y al final de la novela lo matan y no sabemos de qué lo acusan ni qué ha hecho. Y todo lo que Kafka tiene que decir en ese libro lo dice a través de ese no decir. Joseph K. es inocente porque no ha hecho nada y al mismo tiempo es culpable porque en el mundo de Kafka todo el mundo es culpable mientras no se demuestre lo contrario. George Steiner resumió el mundo de Kafka con una anécdota de Sin perdón, la película de Clint Eastwood.Gene Hackman, el sheriff, mata a Morgan Freeman, y las putas van a ver a Hackman y le dicen: “¿Qué ha hecho? ¡Ese hombre era inocente!” Y Hackman, que está en el bar, responde: “¿Inocente de qué?” Ese es el mundo de Kafka, el reverso del Estado de derecho, donde todos somos inocentes mientras no se demuestre lo contrario.
¿Cómo opera el punto ciego en sus novelas?
Todas mis novelas funcionan así. Soldados de Salamina: ¿por qué el soldado salvó la vida de Sánchez Mazas? La novela es esa búsqueda y al final no hay una respuesta clara, taxativa. Anatomía de un instante opera evidentemente así. O Las leyes de la frontera: ¿quién delató a la banda de Zarco? Esa es la pregunta de la novela. A partir de determinado momento, la novela es una indagación sobre esa pregunta, y al final no hay respuesta. Es una ambigüedad central. En Teoría de la novela Lukács habla de la ironía como rasgo definitorio de la novela. La ironía no es más que una forma de la ambigüedad, y el punto ciego coloca en el mismísimo centro de la novela la ambigüedad. La ambigüedad es fundamental porque los libros no existen sin lectores. Un libro sin lector es un montón de letra impresa. El libro no cobra vida hasta que aparece el lector, y la ambigüedad es el espacio que da el autor al lector para que haga suyo el libro. Sin ella no hay literatura. Esto lo decía Valéry maravillosamente: “Las obras maestras no las hace el escritor, las hace el lector.” Lectores empecinados, desvelados, fanáticos, capaces de encontrar en el libro cosas que ni siquiera el autor era del todo consciente de haber metido en él. En Otra vuelta de tuerca, de Henry James, no sabemos si los niños ven a los fantasmas diabólicos o si todo es una invención de la institutriz. Y todo lo que tiene que decir James acerca del mal lo dice a través de esa ambigüedad. O en el caso de “El Sur”, que a mi juicio Borges escribió pensando en Otra vuelta de tuerca, no sabemos si Dahlmann, el bibliotecario, realmente se enfrenta en un duelo a cuchillo a un gaucho yendo hacia la estancia y muere la muerte de hombre valiente que siempre soñó, o si eso solo lo está soñando en la cama del hospital.
Usted dice que nos hemos ceñido a un modelo de novela muy restrictivo.
El modelo de novela decimonónica ha tenido tal potencia que seguimos mayoritariamente instalados en él. Como decía un gran escritor muy poco valorado hoy, Robbe-Grillet, la novela está como en el XIX, con algunas modificaciones. El lector común, que es el que cuenta, sigue pensando la novela en los términos del XIX. Y eso es una pena. Tenemos un artefacto que sirve para muchas más cosas. En esto lleva toda la razón Kundera. Él elogia la novela previa al XIX, lo que llama el primer tiempo de la novela: el género tal como lo entendían Fielding, Sterne y todos aquellos que, mientras los españoles arrojábamos a Cervantes a la papelera, empezaron a imitarlo sin parar. Es una novela libérrima, donde haces lo que te da la gana, metes lo que quieres, ensayos, novelas sentimentales, pastoriles, y esa idea, que era la del XVII XVIII, la hemos perdido, o quizá empezamos a recuperarla en parte. Kundera no se atreve a decir que haya un tercer tiempo de la novela, pero quizá sí lo hay, o está apareciendo en los últimos años. Por supuesto, Joyce, pongamos, es también libérrimo, en su obra cabe todo, pero el modelo decimonónico se ha impuesto totalmente.
¿Qué define para usted la novela?
Dos cosas: la ironía y la versatilidad. De la ironía ya hemos hablado; hablemos de la versatilidad. Lo que distingue a la novela es que, de entrada, no era un género noble. Era una mierda y Cervantes era una mierda y ese libro era una mierda, un best seller. Como decía Valverde, Cervantes nunca habría ganado el premio Cervantes. Eso hace que el Quijote, que ni siquiera se llamaba novela todavía, fuera una especie de cocido, donde cabe todo, y esa naturaleza mestiza, libérrima, infinitamente maleable, hace que se pueda contar la historia de la novela posterior como la historia de un monstruo mutante, un género que va devorando todo lo que se encuentra a su paso. Con Balzac se come la historia; con Flaubert se come la poesía; con Mann, Broch y otros empieza a comerse el ensayo; con Capote empieza a comerse el periodismo. Así, puedes hacer lo que hace Coetzee en Diario de un mal año, por ejemplo. Yo, sin ir más lejos, leo Anatomía de un instante como si fuera una novela –en realidad, creo que así es como mejor puede leerse– y desde luego el libro que acabo de terminar, El impostor, es todo eso, llevado al extremo. Cuando se habla de que la novela ya no sirve, quizá habría que pensar que es el modelo decimonónico de lo que hablamos. No digo que no dé más de sí: Ishiguro es un novelista tradicional y me parece de lo mejor que escribe hoy en cualquier lengua. Lo que deberíamos plantearnos es por qué no usar todas las capacidades de un género que las tiene a porrillo: todo vale, prácticamente, si eres capaz de hacerlo bien, de ser ambicioso formalmente, porque la literatura es forma.

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